Bolsonaro quiere entregar la Amazonia
La principal misión del presidente elegido es transformar las tierras protegidas de la selva en mercancía
El vaivén de si se iban a fusionar o no el Ministerio del Medio Ambiente y el de Agricultura era puro teatro. Bolsonaro puede fingir que es un demócrata y ha escuchado a la población, a especialistas y a la supuesta agroindustria moderna, puede fingir que se ha echado atrás porque escucha, pero de hecho ya está todo decidido. No hace falta fusionar los ministerios para hacer el trabajo sucio de dejar que la Amazonia se explote todavía más. Tanto es así, que Bolsonaro ya ha escogido como ministra de Agricultura a la diputada Tereza Cristina, conocida también como la “musa del veneno” por defender la relajación del control de pesticidas. Basta ahora escoger a un ministro del Medio Ambiente identificado con el proyecto de comercializar la selva. Es lo que quiere decir el populista de extrema derecha, que, en la práctica, ya gobierna Brasil desde el 29 de octubre, cuando dice que pondrá a alguien “sin el carácter chiita” al frente de la gestión ambiental. Bolsonaro puede pregonar que no se ha comprometido con ningún partido, pero es solo una fanfarronada más. Los hechos muestran que gran parte del éxito de su candidatura se lo debe a dos grandes “partidos” no formales y poderosos, que actúan fuera y dentro del Congreso: los ruralistas y los evangélicos. Tendrá que pagarles la cuenta. Y, por su perfil, la pagará con gusto. La cuenta de los ruralistas es la Amazonia.
¿Alguien se cree que un hombre con la biografía del megaproductor de soja Blairo Maggi, ganador del trofeo “motosierra de oro”, cuando se opone a la fusión de los ministerios lo hace por amor al medio ambiente? Solo sabe que es importante mantener mínimamente las apariencias de cara al mundo mientras siguen haciendo sus chanchullos en Brasil. Y también sabe que no hace falta fundir para dominar. Incluso antes de ser ministro, ya demostró que tenía una amplia experiencia en el asunto. La parte de la agroindustria que entiende que para la agricultura, la ganadería y el comercio internacional es importante combatir el calentamiento global es mucho menos influyente en Brasil que la agrodelincuencia que está en el poder.
El problema —que es enorme— es que todos lo pagaremos muy caro por la operación en la Amazonia que Bolsonaro y sus articuladores ya anuncian de varias maneras. Muchos lo pagarán con la vida. Y no solo la vida de los que mueren a tiros, sino la vida de los que morirán por los efectos del cambio climático. Hay algunas cosas que quien todavía no las ha entendido tiene que entenderlas ahora, ya, si no quiere que le sigan tomando el pelo.
Bolsonaro quiere transformar lo que es tierra pública protegida en tierra privada comerciable
Las tierras de los indígenas son tierras públicas, del dominio de la Federación. Son mías, son tuyas, son del país. Los indígenas, según la Constitución de 1988, que es la constitución de la democracia, tienen solo el usufructo exclusivo de sus tierras ancestrales. Pueden vivir en ellas y de ellas, sin destruirlas, pero no pueden negociar con ellas. Estas tierras no son, por lo tanto, una mercancía. Esta es la cuestión.
Son muchos los fuegos artificiales que lanza Bolsonaro, pero los ojos de los avaladores de su candidatura están clavados en la Amazonia
Todo indica que la principal meta del gobierno de Bolsonaro, o la principal razón de que haya un Bolsonaro al frente de Brasil, es transformar la selva amazónica en una mercancía. Es el trabajo prioritario de Bolsonaro para una parte poderosa de los articuladores de su candidatura. Por una razón bastante objetiva: en la Amazonia se encuentra el excedente de tierras que supuestamente todavía están disponibles en Brasil, para el crecimiento de la ganadería y la producción de soja, y también en la selva se encuentran los grandes yacimientos minerales.
Basta seguir los números del sector agropecuario, especialmente a partir de los años 90, para constatar cómo ha crecido en importancia la región amazónica para el ganado y la soja. Solo de bueyes ya son 85 millones, tres bueyes para cada humano que vive en la zona. También basta comprobar el congestionamiento de pedidos de licencias de extracción en la selva. La Amazonia es la región de Brasil donde el capitalismo todavía ve espacio para explorar de forma predatoria en un país que está siendo dilapidado desde que era una colonia de Portugal. Mientras Bolsonaro y sus estrategas hacen teatro y sueltan fuegos artificiales en otras áreas, los ojos de los avaladores de su candidatura están clavados en la selva.
Los indígenas han sido tratados como “obstáculos para el progreso” —o para el desarrollo— desde hace varios gobiernos, incluso los del Partido de los Trabajadores (PT). Porque, de hecho, los indígenas son “obstáculos”. Pero obstáculos para la destrucción de la Amazonia. De nuevo, basta mirar los mapas y los números. En las tierras indígenas, seguidas de las unidades de conservación, es donde la selva está más preservada. Como el derecho de usufructo de las tierras ancestrales está garantizado por la Constitución, los indígenas son los principales obstáculos para convertir la selva en una mercancía.
Recientemente, se ha producido un cambio en la estrategia de descalificación de los indígenas. En años anteriores, la campaña que buscaba quitarle legitimidad a su derecho a las tierras ancestrales se concentraba en convencer a la población de que: 1) los indígenas tendrían demasiadas tierras; 2) una parte de los indígenas estaría compuesta por “falsos” indígenas. El hecho de ser indígena y utilizar el teléfono móvil o llevar una camiseta de la selección brasileña lo publicitaban como incompatible aquellos que quieren poner las manos en sus tierras. Los indígenas eran tratados como una especie de extranjeros nativos, una contradicción en sí, pero vista como normal por una parte de los brasileños.
Se ha producido un cambio táctico para poner las manos en las tierras de los indígenas: de los “indígenas falsos” a los “seres humanos como nosotros”
Bolsonaro tiene una expresión estúpida, claramente no es un lector asiduo, sus ojos siguen recorridos erráticos cuando habla, pero no es burro. Nadie se pasa 28 años en el Congreso y consigue venderse como un “no político” y “antisistema” y que lo elijan presidente, sin alguna inteligencia. Quizás los de su círculo que piensan que podrán manipularlo fácilmente se lleven alguna sorpresa. Más inteligentes todavía son los que lo rodean, dentro y fuera del país, sustentando su proyecto autoritario.
Esta inteligencia es la marca del cambio táctico de Bolsonaro con relación a los indígenas durante la campaña y también tras su elección. El discurso pasa a ser el de que “los indígenas son seres humanos como nosotros”. Lo que es obvio es que jamás habría necesidad de decirlo si no hubiera una intención oculta. Según Bolsonaro, los indígenas quieren “ser emprendedores”, quieren “evolucionar”. ¿Qué significa eso? Significa, como Bolsonaro ya ha explicado, que los indígenas deberían tener el derecho de vender y arrendar la tierra, algo que está en curso en el Gobierno y en el Congreso hace bastante tiempo.
A los indígenas supuestamente les gustaría ser como los blancos. ¿Pero ser como los blancos en qué sentido? En el sentido de poder convertir la tierra en una mercancía, una característica intrínseca de “los blancos”. Y entonces la tierra podría venderse y abrirse para la explotación. “Evolucionar” y “ser emprendedor”, como lo entiende Bolsonaro, es dar a la selva el mismo estatus que a un coche, una mesa, un móvil o una piruleta. Pero, atención. El presidente elegido también dice: “Los indígenas no quieren ser latifundistas”.
No es difícil adivinar quién comprará las tierras o explotará sus riquezas. Es bastante astuto el discurso de “seres humanos como nosotros”, que convierte lo que es un secuestro de las tierras de los indígenas en un “derecho” de los indígenas a poder hacer lo que quieran con ellas, incluso y principalmente venderlas, arrendarlas o abrirlas a la explotación. Así, lo que hoy es tierra pública —mía, tuya, del país— pasaría a pocas manos privadas.
Este proyecto de usurpación de las tierras de la Federación ha avanzado de varias maneras a lo largo de los últimos años, incluso con el apoyo de sectores del PT. El gobierno de la expresidenta Dilma Rousseff ya había intensificado la aproximación con los ruralistas iniciada en el gobierno de Lula. Figuras como Kátia Abreu (ministra de Agricultura de Rousseff) y Gleisi Hoffmann (ministra del Gabinete de la Presidencia) fueron decisivas para desmantelar la Fundación Nacional del Indígena. No se puede olvidar que, hasta 2016, cuando sufrió un impeachment sin fundamento, Rousseff fue la presidenta que menos tierras indígenas había demarcado.
Con los quilombolas (descendientes de esclavos rebeldes), pueblos mucho más frágiles que los indígenas, la estrategia usada para avanzar sobre sus tierras es la antigua todavía. ¿Por qué Bolsonaro hablaría tanto de quilombolas durante la campaña? Porque uno de sus servicios en el poder es apoderarse de las tierras a las que los descendientes de esclavos rebeldes tienen el derecho constitucional.
Cuando Bolsonaro escoge contar cómo fue una visita a unos quilombolas en una charla en el Club Hebraica, en Río de Janeiro, no es algo que se le ocurre de repente, como parece a simple vista. Lo tiene todo calculado. Cuando dice que “el afrodescendiente más ligero pesaba más de cien kilos”, seguido de “ya no sirven ni para procrear”, no está siendo el racista habitual. Lo tiene todo calculado. Y da en el blanco, preparándose para “legitimar” para la opinión pública la futura eliminación de derechos de los quilombolas con relación a sus tierras.
Tras ser denunciado por racismo, Bolsonaro cambió de táctica y uniformizó su discurso: “Ellos (los quilombolas) quieren que los liberten. (…) Creo que si quiere vender el área quilombola, que la venda, es mi opinión. Si quiere explotarla, extraer minerales, tener máquinas agrícolas, como su hermano hacendado de al lado…”. Es fundamental prestar atención a su operación de lenguaje para poner la mano en las tierras ancestrales: los indígenas “son seres humanos como nosotros”, el quilombola quiere que lo “liberten”. Para convertirse en seres humanos como nosotros y para que los liberten tienen que tener el “derecho” a vender las tierras que hoy están protegidas. El complaciente Supremo Tribunal Federal absolvió a Bolsonaro de la denuncia de racismo poco antes de las elecciones.
El discurso de la “indolencia” y de la “pillería”, asociado a los indígenas y a los negros, que también soltó su vicepresidente, el general retirado Hamilton Mourão, es el capítulo anterior al capítulo del “son seres humanos como nosotros”. Ambos están en el manual sobre cómo transformar tierras públicas protegidas en tierras privadas explotadas por pocos. El capítulo introductorio, como todos saben, es el exterminio directo de los pueblos de la selva, seguido por el de los negros. Las tres estrategias todavía conviven simultáneamente en Brasil, como las cifras de asesinados muestran. Pero, en el mundo globalizado, siempre es mejor evitar la sangre y eliminar los cuerpos de una manera más “limpia”.
Y esta manera se intentará primero dentro de la ley, también en el gobierno populista de extrema derecha de Bolsonaro. Es una característica de los gobiernos autoritarios que se producen dentro de la democracia. Basta fijarse en otros casos que existen en el mundo. Bolsonaro intensificará y acelerará lo que ya sucede en los últimos años. El “nuevo” Código Forestal, un tremendo retroceso en la protección del medio ambiente, es un ejemplo. Pero quizás el ejemplo más cristalino sea el de la denominada “Ley de Grilagem”.
Grilagem es el robo de grandes extensiones de tierras públicas. En la selva amazónica, hubo casos de robo de tierras mayores que algunos países de Europa. Durante mucho tiempo, el robo se hacía por medio de sicarios. Todavía se hace. Pero también se hace cumpliendo con la ley. En julio de 2017, el presidente Michel Temer sancionó una ley que “regularizaba” las tierras públicas que estaban ocupadas hasta 2011 y de como mucho 2.500 hectáreas, un tamaño equivalente a 57 Vaticanos. Solo hacía falta multiplicar los testaferros e ir legalizando de 2.500 en 2.500 hectáreas para transformar en legal un robo de enormes porciones de selva.
Por este camino también se está destruyendo la Amazonia. De la misma forma que no fue el PT el que inventó la corrupción en Brasil, tampoco será Bolsonaro el que inventará la legalización del crimen de grilagem. Esta operación ya sucede hace tiempo, se aceleró enormemente durante el gobierno de Temer y puede adquirir proporciones inéditas en el gobierno de Bolsonaro. Todo dentro de la ley. En principio. Y mientras sea posible. El poder judicial ya ha ofrecido pruebas contundentes de que no es capaz de —y en muchos casos no desea— impedir esta operación para legalizar el crimen.
Sin embargo, poner las manos en las tierras ancestrales de los indígenas es más complicado. La agrodelincuencia ataca por varios flancos. Uno de ellos es lo que denominan “hito temporal”. Siempre ponen nombres raros, que dicen poco a la mayoría, para confundir a la población. Por medio de este instrumento, solo tendrían derecho a sus tierras los pueblos indígenas que estaban en ellas en 1988, cuando se promulgó la Constitución.
Para que sea más fácil de entender, la cosa va más o menos así: te expulsan de casa unos sicarios o unos proyectos del Estado. Por lo tanto, las opciones son huir o morir. Pero luego pierdes el derecho a volver a tu casa porque no estabas allí en aquella fecha. No solo es disparatado. Es perverso. Pero es una manera “legal” de consumar algo criminal. Y, así, impedir la demarcación de las tierras indígenas que todavía no están demarcadas.
Bolsonaro ya ha declarado que no va a “demarcar ni un centímetro más de tierras indígenas”. La aprobación de la tesis del “hito temporal” es solo una de las maneras y depende del Supremo Tribunal Federal, el mismo sobre el que el hijo del presidente elegido dijo que “solo hacen falta un cabo y un soldado para cerrarlo”. Quizá ni siquiera eso, ya que el presidente del Supremo, el magistrado Dias Toffoli, ya se somete al autoritarismo por gusto, como cuando falsificó la historia al decir que el período de 21 años de régimen de excepción en Brasil no fue una dictadura, sino un “movimiento”.
El “hito temporal” es una de las estrategias legales para robar los derechos de los indígenas determinados por la Constitución de 1988
El pasado lunes, en una entrevista para la televisión Bandeirantes, Bolsonaro reafirmó sus intenciones y dejó claro con qué parte de la población está comprometido: “A fin de cuentas, tenemos un área demarcada como tierra indígena mayor que la región Sudeste. ¿Y qué seguridad hay en el campo? Un hacendado no puede despertarse hoy y, de repente, enterarse, por medio de un decreto, que va a perder su hacienda porque se convertirá en tierra indígena”. El presidente elegido intenta vender la falsa idea de que las tierras indígenas son “nuevas” y que el hacendado, que ya las ha ocupado sabiendo lo que son, “se sorprende” con la noticia. Sin contar que el proceso de demarcación es largo y riguroso, por lo tanto, es imposible que represente una sorpresa para quienes han invadido tierras indígenas o fueron puestos ahí por proyectos de gobiernos pasados.
La aprobación del hito temporal ayudaría a evitar nuevas demarcaciones de tierras, pero no resolvería el problema de las tierras que ya están demarcadas. Para abrir la Amazonia a la explotación de la agroindustria y de la extracción, además de a la construcción de carreteras, vías férreas, puentes e hidroeléctricas, Bolsonaro tendrá que cambiar la Constitución de una forma más radical. Por eso, el general Mourão, que siempre habla cuando no debe, ya anticipó en septiembre una “nueva Constitución”, elaborada por una “comisión de notables”. Una Constitución sin pueblo, por lo tanto.
Como la declaración produjo malestar, Bolsonaro, notable por su delicadeza de lenguaje y de gestos, afirmó que a su general “le faltó un poco de tacto”. ¿Qué significa eso? Que no era el momento de mencionar sus intenciones. Ni era la forma de sugerirlas. Si no puede cambiar la Constitución o hacer una nueva Constitución, siempre habrá lo que el propio Mourão ya anticipó: la posibilidad de un “autogolpe”, con el apoyo de las Fuerzas Armadas.
Estos son algunos indicadores de lo que está en curso. En un estudio reciente, la antropóloga Ana Carolina Barbosa de Lima y los biólogos Adriana Paese y Ricardo Bonfim Machado mostraron que los municipios amazónicos que más deforestaron desde el 2000 habrían elegido a Bolsonaro ya en la primera vuelta. En los municipios bolsonaristas, la media de deforestación fue dos veces y media más grande que en los municipios que prefirieron a Fernando Haddad (PT). Según el Observatorio del Clima, los datos del Deter B, un sistema del Instituto Nacional de Estudios Espaciales que controla la Amazonia en tiempo casi real, muestran que la tasa de deforestación ha subido un 36% entre junio y septiembre, período de la precampaña y campaña electoral.
En el gobierno de Temer, la agrodelincuencia está en el poder. En el gobierno de Bolsonaro, ella será el poder.
En la Amazonia, los hacendados y los grileiros (ladrones de tierras públicas) ya apoyaban a Bolsonaro cuando la mayor parte de los brasileños todavía dudaba de que fuera capaz de ganar las elecciones. También será interesante observar cómo Bolsonaro, que incluso antes de asumir el cargo ya está flirteando con Donald Trump, lidiará con los intereses de China, cada vez más presente en la selva y una de las principales importadoras de soja del país.
En la Amazonia es donde se producirá la disputa del gobierno de Bolsonaro. Brasil ya es el país más letal para los defensores del medio ambiente, según la organización Global Witness, y el estado amazónico de Pará es el lugar más letal del planeta. La “agroindustria” ya supera a la extracción como causante de las muertes. Todas las variables apuntan a que esta violencia se multiplicará con Bolsonaro. Hasta el gobierno de Temer, la agrodelincuencia estaba en el poder. Ahora, ella será el poder. Y con la autorización para matar otorgada por el propio presidente, en sus varias manifestaciones durante la campaña.
La Amazonia puede parecer un lugar lejano para la mayoría de los brasileños. Pero nada afectará más al futuro próximo de todos que el destino de la selva. En Brasil, el sector agropecuario y la deforestación, que están relacionados, son las principales fuentes de gases de efecto invernadero, responsables del calentamiento global. En octubre, los autores del informe del Panel Intergubernamental de las Naciones Unidas sobre Cambios Climáticos ya alertaron que la humanidad tiene solo 12 años para limitar el calentamiento global de la Tierra en 1,5 grados centígrados. Medio grado más multiplicaría el riesgo de sequía, inundaciones, calor extremo y pobreza para centenares de millones de personas. Sin la selva tropical más grande del mundo en pie no será posible alcanzar esta meta. Es por eso que Bolsonaro se ha convertido también en una amenaza para el planeta. Para enfrentar la crisis climática y recuperar la selva se necesitaría un presidente con ideas opuestas a las de Bolsonaro.
Solo en la cuenca del río Xingú, según el control del Instituto Socioambiental, se han derribado 150 millones de árboles en 2018, y el año todavía no ha terminado. La selva amazónica llega a nuestros días ya con el 20% deforestado. Un estudio publicado a principios de este año en la revista Science Advances, firmado por científicos de renombre internacional, como el americano Thomas Lovejoy y el brasileño Carlos Nobre, mostró que la selva alcanzará un “punto de inflexión” si la deforestación llega a ser de entre el 20% y el 25%. A partir de ahí, la Amazonia sufriría cambios irreversibles, convirtiéndose en una región de vegetación rala y baja biodiversidad.
Si las elecciones de 2018 han sido brutales, por el resultado y por la decepción con los políticos de centroizquierda, gracias a la sociedad civil democrática también ha sido una de las más bellas campañas de la historia
Elegir a Bolsonaro ha sido la peor acción para Brasil y para el planeta. Pero ya está hecho. La pregunta ahora es: ¿qué haremos para resistir a lo que viene por delante y proteger la selva y con ella nuestra vida? Las elecciones de 2018 han revelado algo duro, pero importante: los candidatos no estaban a la altura de la población. Primero, Lula y el PT se revelaron incapaces de articular una candidatura de centroizquierda que pudiera vencer al proyecto autoritario. Después, Ciro Gomes y Marina Silva demostraron que eran incapaces de subir al estrado de la segunda vuelta para defender la democracia.
Pero las personas se movilizaron. A pesar de la brutalidad de, aun así, haber salido elegido un defensor de la dictadura y la tortura, ha sido una de las campañas más bonitas de la historia reciente. Pocas escenas son tan memorables como la de personas anónimas, solas, que, en el intento de convencer a votar a un proyecto democrático, levantaron un cartel en el centro de las ciudades que decía: “¿hablamos?”.
Esta fuerza es la que necesitamos ahora para, junto a los indígenas, los quilombolas y los ribereños, luchar por la Amazonia y por la vida de todos. Aunque los electores de Bolsonaro sean incapaces de darse cuenta de ello, resistir al proyecto que destruirá la selva, ya anunciado por el presidente de extrema derecha, también es luchar por su vida y por la de sus hijos.