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¿Qué hacemos con los turistas?

La masificación de los destinos más populares y la obsesión por el negocio son un problema lleno de paradojas. ¿Todos los viajeros son un problema? Sí, salvo cuando se trata de nosotros

Piensen en el contraste de estas dos frases que usamos habitualmente cuando definimos un lugar: “Es un sitio de turistas” o bien “Es un sitio auténtico”. Está claro cuál es la frase negativa, pero ¿por qué un sitio de turistas no es bueno? Lo asociamos a que es caro, a que la calidad puede ser dudosa; que sus productos, su decoración, no representan el lugar, sino una versión de escaparate que reconstruye aquello que el turista cree que es típico de allí. En resumen, todo lo sitúa en un espacio irreal, de artificio y falsedad. Entonces, ¿qué estamos haciendo con ciudades que son eso, turísticas? Cualquiera puede responder: creamos lugares irreales de artificio y falsedad. Parques temáticos. Algo que era divertido se ha convertido en una pesadilla.

Curioseemos en la otra frase, en el sitio auténtico, un barrio, una tienda, un bar. ¿Por qué lo es? Porque sigue siendo como era antes. Antes de que llegaran los turistas, se entiende. Es decir, que no se ha esforzado por cambiar, por transformarse en el objeto que los turistas esperan. En un tópico que responde a un estereotipo, con un efecto curioso: en realidad el turista no quiere sorpresas, espera que todo sea exactamente como se lo imagina, por las nociones construidas por las leyendas o las películas. Las ciudades que quieren atraer turistas se desviven por ser como imaginan que ellos quieren que sean. Por decirlo de una vez: el turismo envilece los lugares y a la gente. No es que los ciudadanos se dediquen a sus cosas y luego, como es un lugar bonito, pasa gente por allí. Es que ya solo se dedican a esa gente que pasa por allí y el lugar deja de ser bonito. ¿Qué hay que hacer para que pase usted por aquí y deje su dinero? Como en Bienvenido, Mister Marshall: por orden del señor alcalde, todos los vecinos se visten de andaluces.

El factor decisivo es que ya hablamos de muchísima gente. Elizabeth Becker, antigua periodista de The New York Timesha analizado lúcidamente el nuevo monstruo del turismo en su libro Overbooked: The Exploding Business Of Travel And Tourism (2013). Explica que es una cuestión de cifras: en 1950 se registraron 25 millones de viajes turísticos, en 1970 viajaban 250 millones de personas, 536 millones en 1995… El año pasado fueron 1.235 millones, según la Organización Mundial del Turismo. Recuerden aquel anuncio: “Curro se ha ido al Caribe”. En realidad el fenómeno ha explotado en los últimos años y es relativamente nuevo verlo como un problema que necesita soluciones e ideas. El turismo solo empieza a considerarse como industria en los noventa y el primer cálculo de su aportación al PIB mundial es de 2007, cuando se demostró que venía a ser como el petróleo o la agricultura. Ahora representa el 10%.

El turismo no es bueno ni es malo en sí mismo, depende de los Gobiernos y sus políticas, y también de las decisiones de cada uno de nosotros. Es ya un aspecto más del consumo responsable para preservar el mundo, como ocurre con la comida o la energía. Ahora se trata de cómo se deshumanizan nuestros pueblos y ciudades. Se ve bien en cómo se está perdiendo esa inquietud de aprender unas palabras en el idioma del lugar donde se va. Muchos turistas piden en el bar en su propia lengua y es el camarero el que les tiene que entender. Es un servicio que exiges, no un lugar que visitas.

Este es un asunto lleno de hipocresía y paradojas. Por ejemplo, los lugares turísticos odian a los turistas que no se gastan dinero en ellos. La diferencia es el dinero. Sin él somos simplemente perroflautas o, peor aún, inmigrantes. Lo apunta Adela Cortina en su último libro al diseccionar la xenofobia: somos hospitalarios con el turista y recelosos con el refugiado porque lo que nos molesta no es el extranjero, sino la pobreza. Los 3.000 pasajeros de un crucero que desembarcan en Santander, pasean y vuelven a bordo sin gastar dinero ni en una coca-cola constituyen un fracaso para la ciudad, incluso un fraude. En ese caso, en Santander pensarán que deben hacer algo, estimularlos de alguna manera para que se gasten el dinero, y esa es la labor de un ente político que necesita una profunda reflexión: la promoción turística. Su objetivo no es atraer gente, sino dinero. Si en un mundo ideal y aún más absurdo les mandaran una transferencia, estarían encantados, así no haría falta que vinieran. El sueño es el turismo llamado “de calidad” o, ya puestos, millonario, siendo las personas valiosas solo las que tienen dinero. Las otras no tienen calidad como personas.

1235 MILLONES DE VIAJES

En 1950 se registraron 25 millones de viajes turísticos. En 1995 fueron 536. Ahora se calcula que rondan los 1.235

La novedad es que en algunos sitios donde el asunto se ha ido definitivamente de madre han empezado a odiar ya a todos los turistas, así en general. “All tourist are bastards” (todos los turistas son unos cabrones), dicen algunas pintadas en Barcelona, donde ya consideran el turismo como su primer problema. La capital catalana ofrece una de las paradojas más malévolas que nos ha dado este fenómeno: un lugar tan obsesionado ahora con su identidad la ha perdido por vender su alma al diablo. En las Ramblas tienes a paquistaníes que venden sombreros mexicanos fabricados en Vietnam como si todo fuera de allí, incluidos ellos mismos. ¿Cómo se ha llegado a esto? Bru Rovira cuenta en su hermoso libro sobre seres marginales de Barcelona, Solo pido un poco de belleza (Ediciones B), cómo se iba echando a las familias de toda la vida del barrio antiguo. Relata el acoso a unos ancianos, los últimos del edificio que no querían irse: recurrieron a contratar a un africano que por las noches hacía rugidos de león en la escalera para aterrorizarlos. La codicia ha ido corroyendo una comunidad, una forma tradicional de vida. Barcelona ha muerto de éxito y Granada o San Sebastián empiezan a dar mucho miedo. El centro de Madrid se deteriora a gran velocidad.

En cambio, muchos otros turistas viven y padecen una paradoja: quieren encontrar esos sitios de verdad, reales, y odian los lugares turísticos. Para eso hay que moverse contracorriente, esquivando la masa. Y aunque lo consigas, los propios lugares pueden resultar decepcionantes. París o Roma, más grandes, diluyen la multitud, pero ciudades con núcleos históricos pequeños, como Dubrovnik, o cualquiera al alcance de un crucero han sido destruidas. Sin duda, la mayor paradoja, y la más puñetera, es que en realidad todos somos turistas en cuanto nos movemos de casa. ¿Todos los turistas son unos bastardos? Sí, salvo cuando los turistas somos nosotros. Estar solo en un sitio ya es un privilegio. Un extremo es Bután, cuya visita solo está al alcance de quien tiene mucho dinero.¿Cómo seguir siendo un viajero, un concepto mucho más romántico? La prioridad es huir de la masa, pero esto ha hecho abrir pizzerías en los rincones más recónditos y ha potenciado el turismo exótico majara, con su variedad de aventura.

París o Roma diluyen la multitud, pero lugares con núcleos históricos pequeños o cualquiera al alcance de un crucero han sido destruidos

Pero no hace falta irse tan lejos. Lo decisivo es la actitud y la curiosidad. Camilo José Cela, en Viaje a la Alcarria, o Patrick Leigh Fermor, que recorrió a pie Europa, enseñan que la maravilla aguarda en cualquier lugar si uno tiene la curiosidad y se toma el tiempo de observarlo. O Jack London y Paul Theroux en sus viajes en tren. Es muy posible, solo hay que viajar de otra manera, a ritmo humano. La última frontera de esta aceleración hacia la irrealidad es el segway: ni se camina por los sitios, se flota sobre ellos a toda velocidad, sin poner los pies en el suelo y a veces mientras se habla por el móvil. Constatas que la gente ya olvida dónde está cuando ves a los que se hacen selfies sonriendo en Auschwitz.

En nuestras ciudades parece que estamos ante decorados que crecen sin parar, donde cada vez es más difícil encontrar lo auténtico. La pregunta elemental entonces es: ¿qué es la realidad? Ya es la que vemos, no hay otra versión auténtica. Lo diagnosticó Pier Paolo Pasolini con su ojo clínico hace ya medio siglo en su batalla por salvar Saná, la capital de Yemen, una maravilla entonces muy desconocida. Los muros de la ciudad vieja corrían el peligro de ser demolidos e hizo un documental para llamar la atención del mundo y de la Unesco (le hizo caso de forma póstuma, fue declarada patrimonio de la humanidad en 1986). Pasolini explicaba en la película el problema de la ciudad vieja —salvando las distancias, similar a lo que ha ocurrido en España—: “La clase dirigente yemení se avergüenza de ella, porque es pobre y sucia, y ya ha decidido prácticamente su destrucción. Por lo demás, la destrucción del mundo antiguo, es decir, del mundo real, está en marcha por todas partes. La irrealidad se expande a través de la especulación urbanística del neocapitalismo. En lugar de la Italia bella y humana, aunque fuera pobre, ya hay algo indefinible que llamar feo es poco”. Y era 1971. Dice exactamente eso: la irrealidad.

La destrucción del mundo antiguo y popular, de lo auténtico, a manos de la modernidad era una obsesión de Pasolini. De hecho, otra de sus bestias negras era la televisión, contra la que escribió textos asombrosamente proféticos. Y era la televisión de los setenta, antes de las privadas. “Nos dirigimos a la Unesco para que ayude a Yemen a tomar conciencia de su identidad y del país precioso que es”, concluía en su llamamiento. Y aquí están dos claves profundas de este asunto: la identidad y la belleza. La degeneración consiste en la destrucción de una comunidad, la desaparición de las tiendas de barrio, de las familias, de los niños y los ancianos. Si estamos convirtiendo nuestras ciudades en sitios que no son de verdad, ¿en qué quedamos convertidos nosotros que vivimos en ellos? ¿Qué somos, qué queremos ser? ¿De verdad eso que ven los turistas? La muerte de los barrios históricos es doblemente letal: los que se van, y lo dejan sin identidad, se van a vivir a urbanizaciones con menos identidad todavía. Lo otro que está en juego, decíamos, es la concepción de belleza de la gente hoy, una cuestión cada vez más estremecedora. Más aún si se deja en manos de políticos patanes.

El propio Pasolini argumentaba, para defender Saná, que mantener la belleza de la ciudad era una inversión de futuro para el turismo, sin imaginar en qué iba a convertirse eso. Y esto ha sido verdad y lo sigue siendo: es un motor económico fundamental para países en desarrollo. Basta ver el drama de Egipto o Túnez con el derrumbe del turismo. Tras el tsunami de 2004, en las costas de Tailandia o Sri Lanka aguardaban ­desesperados el regreso salvador de los turistas. Lo mismo en Nepal después del terremoto de 2015. Desde que comenzó la asfixia económica de Grecia en 2010, ir allí de vacaciones es una forma de ayudar a los pobres griegos. En el polo opuesto, Camboya, que en los noventa tuvo una ocasión de oro para inventar un modelo desde cero: un país cerrado a los extranjeros durante décadas, con los templos de Angkor y playas paradisiacas. Ahora es un modelo de fracaso, aunque el turismo suponga el 20% del PIB: se han enriquecido solo las élites, los campesinos han perdido sus tierras y el turismo sexual con menores es una plaga.

La última frontera de esta aceleración hacia la irrealidad es el ‘segway’: se flota sobre los sitios a toda velocidad mientras se habla por el móvil

Más allá de las ciudades, debe considerarse algo mucho más grave: la destrucción natural. Costa Rica es un modelo del intento de mantener el equilibrio entre entorno y turismo responsable. Pero muchos países de África, como Kenia, Sudáfrica o Mozambique, en los que el turismo es el primer recurso, tienen grandes problemas, por no hablar de las islas Galápagos. “Ecoturismo es un oxímoron, a largo plazo humanos y animales salvajes son incompatibles”, ha sentenciado Richard Leakey, el jefe del servicio de protección de la naturaleza de Kenia, que frenó el tráfico de marfil en los noventa. Ahí está el turismo depredador en sentido literal, con el negocio de las licencias de caza.

En La forma della città, otro pequeño documental de Pasolini sobre el mismo tema de 1974, señala cómo la forma de una ciudad, sus límites, es un problema ligado íntimamente a la naturaleza que la rodea, saber dónde termina una y empieza la otra: “Es un único problema, salvar la naturaleza y la forma de la ciudad”. Eso viene de algo muy italiano: la ciudad ideal, el concepto renacentista de escala humana, donde es placentero vivir. Y en muchas ciudades de hoy ya no es agradable vivir. Por bellas que sean, se ha hecho fastidioso o incluso imposible. Pasolini concluye su reflexión de forma muy tremenda: “Esa aculturación, esa homologación que el fascismo no consiguió, la ha obtenido el poder de la civilización de consumo, destruyendo las realidades particulares, quitando realidad a los diversos modos de ser hombre que Italia ha producido históricamente de forma muy diferenciada. Este es el verdadero fascismo”.

¿Qué solución tiene esto? Eliza­beth Becker cita ejemplos virtuosos. El principal, Francia, un país que ha decidido que cuanto más Francia sea, reforzando su identidad y su modo de vida, mejor para el turismo. Por algo se inventaron el primer Ministerio de Cultura en 1959. No en clave mercantil, sino de protección. Lo explica en el libro el responsable de turismo de Burdeos: “La clave para el buen turismo es planearlo para la gente que vive ahí, para los ciudadanos, y si se hace bien, entonces el visitante será feliz también”.

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