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Turismo, la undécima plaga bíblica

El viaje ya no responde tanto al deseo de cultivar el espíritu como a la visita superficial y coleccionar ‘selfies’

Todas nuestras desgracias provienen de no saber quedarnos en nuestra habitación. Lo dijo Pascal, a quien se lee poco, porque, de lo contrario, se viajaría bastante menos. Seguro que las inmobiliarias y, más aún, el planeta agradecerían este juicioso sedentarismo. Y es que nunca se ha viajado tanto como hoy. “Turisteo, luego existo” es el cogito de nuestros días, la promesa de plenitud que nos ofrecen los ídolos parlanchines de las agencias de viajes y de ciertos programas de televisión que conjuran nuestra vaga náusea existencial, nuestros heroicos abatimientos de pacotilla, con imágenes exóticas que nos fuerzan a añorar lo que jamás hemos vivido, sin duda porque, como Baudelaire, nosotros también intuimos que solo seremos felices en cualquier lugar menos donde estamos ahora.

De modo que, haciéndoles una higa a Pascal, a los aguafiestas y a los profetas de la frugalidad, el turista se permite el único placer que de verdad le satisface: buscar la isla del tesoro en las Maldivas, en el mercadillo de Portobello, en un templo de Bangkok. Resuelto y glotón, husmea durante días ofertas en Internet o en las agencias de viajes entre destinos envasados al vacío. ¿El resultado? Puro temor y temblor. Su elección coincide con la de miles de individualistas como él, hasta el punto de que las 10 plagas bíblicas son una irrisión comparadas con el termitero humano del Louvre, de Venecia, de Ámsterdam, de Barcelona o de Santorini. Infunde miedo ver a millares de personas haciendo bulto frente a La balsa de la Medusa, arrojando moneditas a los asustados tritones de la Fontana de Trevi u oreando las carnes en la cubierta de un crucero, que contamina lo que 12.000 vehículos.

El sector es responsable de casi una décima parte de las emisiones de gases de efecto invernadero

Porque lo que no consiguieron los bárbaros lo consiguen en 15 días los turistas: destrozar el secular modo de vida de los autóctonos, hacer depender la economía local del billetero foráneo y contaminar a mansalva. Hasta cuatro veces más de lo que se creía. Lo revela un reciente estudio publicado en Nature Climate Change. Según sus autores, el turismo es responsable de casi una décima parte de las emisiones de gases de efecto invernadero en el mundo, algo que refuerza lo expuesto, entre otros, por el periodista británico Leo Hickman en El turista contaminante. Solo el año pasado se desplazaron a lo largo y ancho del mapamundi 1.300 millones de golondrinos con maletas. De seguir así, en 2025 las emisiones de estos fans de Phileas Fogg y de los apóstoles evangélicos, que también recorrieron el mundo en chancletas, superarán los 6.500 millones de toneladas. Filipinas ha dado un primer paso para impedirlo. Hace unas semanas, decidió cerrar la isla de Boracay al turismo por la altísima contaminación de las aguas de la playa.

Y, aunque es verdad que la industria viajera genera miles de puestos de trabajo y beneficios, el reparto de dividendos es desigual. No se traduce, por ejemplo, en una mejora de las condiciones laborales ni salariales, que, so capa de un triunfalista desarrollo económico, perpetúa la precariedad, por no hablar de los costes, no solo dinerarios, que supone el turismo. En efecto, mientras la riqueza va principalmente a manos de los hoteles, turoperadores, compañías aéreas, restaurantes, empresas de transporte o constructoras, los perjuicios se distribuyen entre toda la población.

Es verdad que la industria viajera genera empleos y beneficios, pero el reparto de dividendos es desigual

Petrarca, poeta italiano del siglo XIV, ascendió a la cumbre del monte Ventoso, en Provenza, y escribió después la primera crónica montañista de la literatura. Cuenta micer Francesco en sus Epístolas familiaresque, tras contemplar desde lo alto del monte Ventoso el Ródano, las montañas de Lyon y el mar de Marsella, abrió las Confesiones de san Agustín, su devocionario laico, y se dio de bruces con una página que, más que el viento, le enfrió el entusiasmo y lo devolvió a la tierra: “Y los hombres van a admirar la altura de las montañas, la enorme agitación del mar, la anchura de los ríos (…) y se olvidan de sí mismos”. Petrarca tuvo que ascender hasta la cúspide del monte Ventoso para comprender que el monte Ventoso estaba en su interior.

Pero hoy del viaje no interesan el conocimiento que pueda deparar o el cultivo de lo que una vez se llamó espíritu. Hoy solo importan las superficies, la diversión hiperactiva, el pornosafari, el ansia de experiencias líquidas o gaseosas —jamás sólidas—, la gastronomía instagramizada, el selfie con Las meninas al fondo.

Walter Benjamin distinguió entre el arte antiguo, dotado de un aura mágica y única, y el moderno. Aquel no era reproducible. Este puede serlo hasta el infinito mediante la copia. Lo mismo se puede decir de ciertos espacios turísticos, que son las señas de identidad de un pueblo. Espacios que se abaratan o pervierten al ser clonados, tal vez sin más razones que el ejercicio de la antropofagia simbólica del modelo, el histrionismo arquitectónico o la competición por ver quién tiene la vanidad más larga.

Manhattan, por ejemplo, ya no está en Nueva York, sino en Dubái, en pleno desierto de Arabia

Manhattan, por ejemplo, ya no está en Nueva York, sino en Dubái. Aquí, en pleno desierto de Arabia, sin más agua que la de la estíptica misericordia del cielo y la que se desa­liniza compulsivamente del mar, se yergue un alfiler de hormigón y cristal de casi un kilómetro de altura. Es el Burj Khalifa, el edificio más alto del mundo, visitado por más de dos millones de personas al año sin otro propósito que el de escalar en un ascensor con aire acondicionado la cúspide de este zigurat del petrodólar, y fotografiarse allí. La copia —lo sabía Pierre Menard, el borgiano autor del Quijote— mejora el original. Hoy, Manhattan, la genuina Manhattan de los jeques, se alza entre las minuciosas tormentas de arena del desierto y los peces bronquíticos de chapapote arábigo que caen en las redes de los turistas.

Los primeros en presentir una plaga bíblica en el turismo de masas fueron los monjes ortodoxos griegos. De eso hace casi medio siglo ya. Acobardados por las muchedumbres de visitantes que acudían a los monasterios de Meteora, los clérigos suplicaron ayuda a Dios. Según Hickman, la oración que rezaron fervorosamente se llamaba “Por los que se encuentran en peligro debido a la oleada de turistas”. Pero Dios no los oyó. Estaba lejos de allí, bendiciendo la llegada del último cargamento de jubilados alemanes a Mallorca.

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